No fue un ministro, un colega ni un aliado político. La presencia más constante en la vida del expresidente uruguayo José Mujica fue su perra Manuela, una mestiza de tres patas que lo acompañó durante casi dos décadas y dejó una huella imborrable en su corazón.
“Hace 18 años que está conmigo. Ya es una vieja”, comentó Mujica en una entrevista en 2015. Desde su modesta chacra en Rincón del Cerro, Manuela fue testigo silenciosa de los días de lucha, descanso y reflexión del exmandatario, y terminó convirtiéndose en un símbolo de su estilo de vida: sencillo, honesto y profundamente humano.
Manuela nació en Paysandú, hija de Dunga, la perra de la cuñada de Mujica. El nombre se lo puso una vecina, inspirada en la tortuga "Manuelita". Aunque no era de raza, tenía una personalidad que conquistó a todos los que conocieron la historia de este singular binomio. La perra llegó a ser parte esencial de la familia que formaba Mujica con su esposa, Lucía Topolansky.
Un accidente marcó su historia: mientras acompañaba a Mujica en tareas rurales, fue atropellada por un tractor. Perdió una de sus patas, pero siguió siendo alegre, leal y fuerte. Desde entonces, tuvo algunos “privilegios”: dormía dentro de la casa y siempre encontraba su lugar al lado de su dueño.
Tras la muerte de Manuela en 2018, Mujica confesó cuánto la extrañaba. Incluso renunció a su banca en el Senado poco después de perderla. Según contaba Lucía, la perra reconocía cada movimiento de la rutina de Mujica. Sabía cuándo él iba a viajar y lo esperaba con ansiedad en la puerta. “Cuando estuvo internado un mes, ella me acompañaba al auto cada día. Esperaba que él bajara... y cuando no lo hacía, se le caían las orejitas”, relató.

Años más tarde, ya afectado por un cáncer, Mujica compartió uno de sus últimos deseos: que sus cenizas sean esparcidas en su chacra, justo donde está enterrada Manuela. “Ahí abajo está ella... y ahí quiero estar yo”, dijo, señalando el sitio con serenidad.
Cuando le preguntaron por su fe, fue claro: “No creo en Dios. Venimos de la nada y vamos a la nada. Este pedazo de mundo es el cielo y el infierno, todo al mismo tiempo”. Aunque reconoció que le gustaría estar equivocado, su deseo más profundo es descansar junto a su fiel compañera.
En la historia política y personal de Mujica, Manuela no fue solo una mascota. Fue un reflejo de su humanidad, de su sencillez, y de la importancia que él le daba a los afectos verdaderos por encima de los títulos y cargos. Una historia de amor entre un hombre y su perra que conmovió a todo un país.