Joaquín “El Chapo” Guzmán lleva nueve años en reclusión continua, primero en México y desde 2017 en una prisión de máxima seguridad en EEUU
Durante este periodo, diversos informes médicos y periciales han documentado un deterioro preocupante en su salud física y emocional.
Un dictamen forense elaborado en septiembre de 2016, cuando Guzmán aún se encontraba recluido en el penal federal de Ciudad Juárez, expone los primeros signos de esta decadencia. Basado en el Protocolo de Estambul y firmado por el perito Julio César Ayuzo González, el informe retrata a un hombre en franco desgaste: con dificultades para sostener la mirada, una postura corporal inestable, habla lenta y tono emocional apagado. “Estoy mal”, confesó durante la evaluación clínica.
El exnarcotraficante describió condiciones de encierro extremas tras su captura en enero de 2016. “Desde que me detuvieron en Almoloya todo se volvió un infierno”, dijo. Relató que era despertado cada cuatro horas, que la luz de su celda permanecía encendida permanentemente y que siempre había un custodio observándolo, incluso al usar el baño. “No me han golpeado, pero preferiría eso a que no me dejen dormir”, expresó.
Las medidas de vigilancia extrema impuestas por el gobierno mexicano respondían a sus dos fugas previas en 2001 y 2015 que dejaron al Estado en entredicho. Sin embargo, estas condiciones tuvieron un costo evidente para su salud. El dictamen médico menciona problemas gastrointestinales y afectaciones derivadas del estrés prolongado, además del aislamiento absoluto del resto de los reclusos.
Hoy, condenado a cadena perpetua en Estados Unidos, Guzmán permanece en régimen de aislamiento. Su caso es un retrato crudo del desgaste físico y psicológico que puede generar un encierro bajo protocolos extremos, incluso para una de las figuras criminales más poderosas del siglo XXI.